El mago de Oz

Dorita era una niña que vivía en una granja de Kansas con sus tíos y su perro Totó. Un día, mientras la niña jugaba con su perro por los alrededores de la casa, nadie se dio cuenta de que se acercaba un tornado. Cuando Dorita lo vio, intentó correr en dirección a la casa, pero su tentativa de huida fue en vano. La niña tropezó, se cayó, y acabó siendo llevada, junto con su perro, por el tornado.

Los tíos vieron desaparecer en cielo a Dorita y a Totó, sin que pudiesen hacer nada para evitarlo. Dorita y su perro viajaron a través del tornado y aterrizaron en un lugar totalmente desconocido para ellos.

Allí, encontraron unos extraños personajes y un hada que, respondiendo al deseo de Dorita de encontrar el camino de vuelta a su casa, les aconsejaron a que fueran visitar al mago de Oz. Les indicaron el camino de baldosas amarillas, y Dorita y Totó lo siguieron.

En el camino, los dos se cruzaron con un espantapájaros que pedía, incesantemente, un cerebro. Dorita le invitó a que la acompañara para ver lo que el mago de Oz podría hacer por él. Y el espantapájaros aceptó. Más tarde, se encontraron a un hombre de hojalata que, sentado debajo de un árbol, deseaba tener un corazón. Dorita le llamó a que fuera con ellos a consultar al mago de Oz. Y continuaron en el camino. Algún tiempo después, Dorita, el espantapájaros y el hombre de hojalata se encontraron a un león rugiendo débilmente, asustado con los ladridos de Totó.

El león lloraba porque quería ser valiente. Así que todos decidieron seguir el camino hacia el mago de Oz, con la esperanza de hacer realidad sus deseos. Cuando llegaron al país de Oz, un guardián les abrió el portón, y finalmente pudieron explicar al mago lo que deseaban. El mago de Oz les puso una condición: primero tendrían que acabar con la bruja más cruel de reino, antes de ver solucionados sus problemas. Ellos los aceptaron.

Al salir del castillo de Oz, Dorita y sus amigos pasaron por un campo de amapolas y ese intenso aroma les hizo caer en un profundo sueño, siendo capturados por unos monos voladores que venían de parte de la mala bruja. Cuando despertaron y vieron a la bruja, lo único que se le ocurrió a Dorita fue arrojar un cubo de agua a la cara de la bruja, sin saber que eso era lo que haría desaparecer a la bruja.

El cuerpo de la bruja se convirtió en un charco de agua, en un pis-pas. Rompiendo así el hechizo de la bruja, todos pudieron ver como sus deseos eran convertidos en realidad, excepto Dorita. Totó, como era muy curioso, descubrió que el mago no era sino un anciano que se escondía tras su figura. El hombre llevaba allí muchos años pero ya quería marcharse. Para ello había creado un globo mágico. Dorita decidió irse con él. Durante la peligrosa travesía en globo, su perro se cayó y Dorita saltó tras él para salvarle.

En su caída la niña soñó con todos sus amigos, y oyó cómo el hada le decía:

– Si quieres volver, piensa: “en ningún sitio se está como en casa”.

Y así lo hizo. Cuando despertó, oyó gritar a sus tíos y salió corriendo. ¡Todo había sido un sueño! Un sueño que ella nunca olvidaría… ni tampoco sus amigos.

Hansel y Gretel

Érase una vez dos niños llamados Hansel y Gretel, quienes vivían con su padre leñador y su madrastra cerca de un espeso bosque. La situación de la familia era precaria, vivían con mucha escasez y apenas tenían para alimentarse.

Una noche la cruel madrastra le sugirió al buen leñador que se encontraba atormentado pensando que sus hijos morirían de hambre. – “Debemos abandonarlos en el bosque, ya no hay suficiente comida. A lo mejor se encuentran a alguien que se apiade y les dé de comer”.

Al principio el padre se opuso rotundamente a la idea de abandonar a sus hijos a la merced del bosque. – “¿Cómo se te puede ocurrir semejante idea mujer? ¿Qué clase de padre crees que soy?” – le respondió enfadado.

La mujer que estaba dispuesta a deshacerse de la carga de los niños, no descansó hasta convencer al débil leñador de que aquella era la única alternativa que le quedaba.

Los niños no estaban realmente dormidos, por lo que escucharon junto a la puerta de su habitación toda la conversación. Gretel lloraba desconsoladamente, pero Hansel la consoló asegurándole que tenía una idea para encontrar el camino de regreso.

A la mañana siguiente cuando los niños se disponían a acompañar a su padre al bosque como hacían a menudo, la madrastra les dio un pedazo de pan a cada uno para el almuerzo. Así fue como los niños siguieron a su padre hasta la espesura al bosque, sabiendo que este los iba a dejar allí. Hansel iba detrás, dejando caer migas de su pan para marcar el camino por el que debían regresar a la casa.

Cuando llegaron a un claro, el padre les dijo con una tristeza profunda. – “Esperen aquí hijos míos, iré a cortar algo de leña y luego vendré a buscarlos”.

Hansel y Gretel se quedaron tranquilos como su padre les había pedido, creyendo que tal vez había cambiado de opinión. Se quedaron profundamente dormidos hasta que los sorprendió la noche y siguiendo la luz de la luna, intentaron encontrar el camino de regreso. Pero por más que buscaron y buscaron no lograron encontrar las migas de pan que indicaban el camino, ya que antes los pájaros del bosque se las habían comido.

Así vagaron sin rumbo durante la noche y el día siguiente por el bosque, y con cada paso que daban se alejaban más de la cabaña donde vivían. Pensaban que iban a morir de hambre cuando encontraron a un pajarillo blanco que cantaba y movía sus alas, como invitándoles a seguirle. Siguieron el vuelo de aquel pajarillo hasta que llegaron a una casita, que para su sorpresa estaba construida completamente de dulces. El tejado, las ventanas e incluso las paredes estaban recubiertas de jengibre, chocolate, bizcochos y azúcar.

De inmediato se abalanzaron hacia la casita y mientras mordisqueaban todo lo que podían, oyeron la voz de una viejecita desde el interior que los invitaba a pasar. Se trataba de una bruja malvada que usaba aquel hechizo para atraer a los niños y luego comérselos.

Una vez adentro fue muy tarde para Hansel y Gretel, quienes no lograron escapar. La bruja decidió que Gretel le era más útil en las labores domésticas y a Hansel se lo comería luego de engordarlo, porque estaba muy delgado. Lo metió en una jaula donde lo alimentaba a diario y como estaba media ciega, cuando le pedía que le sacase la mano para ver si había engordado algo, Hansel la engañaba con un hueso.

Pasó el tiempo y la bruja finalmente se aburrió, por lo que decidió comérselo así mismo. Le ordenó a Gretel que prepara el horno para cocinarlo. Mientras la bruja estaba distraída viendo si el horno estaba lo suficientemente caliente, Gretel aprovechó la oportunidad para empujarla a su interior.

Gretel corrió y liberó a su hermano, pero antes de marcharse tomaron las joyas y diamantes que mantenía escondidos la bruja. Huyeron del bosque tan lejos como pudieron, hasta que llegaron a la orilla de un inmenso lago en el que nadaba un bello cisne blanco. Le pidieron ayuda al cisne que los ayudó a cruzar hasta la otra orilla, indicándoles el camino de regreso a su casa.

Con inmensa alegría los niños encontraron a su padre, que no había pasado un día sin que se arrepintiera de lo que les había hecho a sus adorados hijos. Les contó que los había buscado por todo el bosque sin cesar y que la madrastra había muerto. Les prometió que en lo adelante se esforzaría por ser un mejor padre y hacerlos feliz.

Los niños dejaron caer los tesoros de la bruja a los pies de su padre y le dijeron que ya no tendrían que pasar más malos momentos. Y fue así como vivieron felices y ricos por siempre, Hansel y Gretel y su padre el leñador.

Ricitos de oro

Hace mucho tiempo, existió una niña hermosa de cabellos largos y tan rubios, que todos le llamaban Ricitos de Oro. Como era costumbre cada mañana, Ricitos de Oro se levantaban temprano para recoger flores en el bosque, pero un buen día, la niña caminó tanto entre los árboles que se perdió. Cansada y triste, Ricitos de Oro llegó a una cabaña pequeña que se alzaba a los pies de un arroyo, y al descubrir que la puerta de aquella cabaña se encontraba abierta, decidió entrar.

Una mesa grande ocupaba el centro de la sala, y encima de ella la niña pudo ver tres tazones de sopa, uno grande, otro mediano y el último, el más pequeño de los tres. Al ver aquella sabrosa comida, Ricitos de Oro se dispuso a beberla, comenzando por el tazón más grande de todos.

“¡Qué caliente!” – exclamó con sorpresa la niña, y decidió probar del tazón mediano. “¡Este también está caliente!” – dijo con pesar y se dispuso finalmente a saborear la sopa del último tazón, el más pequeñito de los tres. “¡Este sí que está delicioso!” – repitió una y otra vez con cada bocado hasta que no dejó una sola gota de la sopa.

Cuando terminó de comer, Ricitos de Oro sintió ganas de descansar y descubrió tres sillas en la esquina de la sala, una grande, otra mediana y la última, la más pequeñita de las tres.

Al probar la silla grande, descubrió que sus pies no tocaban el suelo, por lo que decidió sentarse en la silla mediana, pero esta era muy ancha para ella. Por último, se dejó caer en la silla más pequeñita de todas, pero lo hizo con tanta fuerza que la rompió.

Dentro de la casita pequeña, también había un cuarto con tres camas. Una grande y ancha, otra mediana y alta, y una tercera bien pequeñita. Entonces, Ricitos de Oro quiso probar la cama más grande y ancha, pero era tan dura que desistió al momento. Seguidamente, saltó hacia la cama mediana y alta, pero esta también era muy dura para la niña, así que no tuvo más remedio que irse a dormir a la cama más pequeñita de todas. Como la camita era tan suave, la niña se quedó dormida en poco tiempo.

Al cabo de las horas, llegaron tres osos pardos. Eran los verdaderos dueños de la casita: Papá Oso, grande y fuerte, Mamá Osa, mediana y hermosa, y finalmente, Bebé Oso, pequeñito y saltarín.

Cuando se acercaron a la mesa para desayunar, Papa Oso exclamó sorprendido: “¡Alguien ha probado mi sopa!”, a lo que Mamá Osa también replicó: “¡Alguien también ha probado mi sopa!”, y finalmente, el Bebé Oso terminó por decir entre sollozos: “¡Alguien se ha tomado toda mi sopa!”.

Triste y desconsolada, la familia de osos se dispuso a sentarse en las sillas de la casita, pero al llegar, Papa Oso gritó furioso: “¡Alguien se ha sentado en mi silla!”, y Mamá Osa tampoco demoró en protestar: “¡Alguien también se ha sentado en mi silla!”. Sin embargo, la mayor sorpresa fue para Bebé Oso, quien no pudo contener las lágrimas cuando exclamó: “¡Alguien ha roto mi silla!”.

Los tres osos no sabían ya qué hacer, estaban tan tristes y afligidos que decidieron acostarse un rato en sus camas para descansar y olvidar lo ocurrido. Entonces, Papá Oso tumbó su enorme cuerpo en la cama grande y ancha, pero al instante exclamó: “¡Alguien se ha acostado en mi cama!”.

Mamá Osa, al acostarse en su cama alta y ancha se apresuró a decir: “¡Alguien también se ha acostado en mi cama!”, pero la mayor sorpresa fue para Bebé Oso, quién al llegar a su camita, pequeña y suave, chilló con todas sus fuerzas: “¡Alguien está durmiendo en mi cama!”.

Ante tanta algarabía, Ricitos de Oro se despertó asustada, y al ver a los tres osos mirándola se asustó tanto que salió a toda velocidad por la ventana del cuarto, y tanto corrió la pequeña niña que en pocos minutos atravesó el bosque y pudo por fin encontrar el camino de regreso a casa.

Caperucita Roja

Érase una vez una preciosa niña que siempre llevaba una capa roja con capucha para protegerse del frío. Por eso, todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.

Caperucita vivía en una casita cerca del bosque. Un día, la mamá de  Caperucita le dijo:

– Hija mía, tu abuelita está enferma. He preparado una cestita con tortas y un tarrito de miel para que se la lleves ¡Ya verás qué contenta se pone!

– ¡Estupendo, mamá! Yo también tengo muchas ganas de ir a visitarla – dijo Caperucita saltando de alegría.

Cuando Caperucita se disponía  a salir de casa, su mamá, con gesto un poco serio, le hizo una advertencia:

– Ten mucho cuidado, cariño. No te entretengas con nada y no hables con extraños. Sabes que en el bosque vive el lobo y es muy peligroso. Si ves que aparece, sigue tu camino sin detenerte.

– No te preocupes, mamita – dijo la niña- Tendré en cuenta todo lo que me dices.

– Está bien – contestó la mamá, confiada – Dame un besito y no tardes en regresar.

– Así lo haré, mamá – afirmó de nuevo Caperucita diciendo adiós con su manita mientras se alejaba.

Cuando llegó al bosque, la pequeña comenzó a distraerse contemplando los pajaritos y recogiendo flores. No se dio cuenta de que alguien la observaba detrás de un viejo y frondoso árbol. De repente, oyó una voz dulce y zalamera.

– ¿A dónde vas, Caperucita?

La niña, dando un respingo, se giró y vio que quien le hablaba era un enorme lobo.

– Voy a casa de mi abuelita, al otro lado del bosque. Está enferma y le llevo una deliciosa merienda y unas flores para alegrarle el día.

– ¡Oh, eso es estupendo! – dijo el astuto lobo – Yo también vivo por allí. Te echo una carrera a ver quién llega antes. Cada uno iremos por un camino diferente ¿te parece bien?

La inocente niña pensó que era una idea divertida y asintió con la cabeza. No sabía que el lobo había elegido el camino más corto para llegar primero a su destino. Cuando el animal  llegó a casa de la abuela, llamó a la puerta.

– ¿Quién es? – gritó la mujer.

– Soy yo, abuelita, tu querida nieta Caperucita. Ábreme la puerta – dijo el lobo imitando la voz de la niña.

– Pasa, querida mía. La puerta está abierta – contestó la abuela.

El malvado lobo entró en la casa y sin pensárselo dos veces, saltó sobre la cama y se comió a la anciana. Después, se puso su camisón y su gorrito de dormir y se metió entre las sábanas esperando a que llegara la niña. Al rato, se oyeron unos golpes.

– ¿Quién llama? – dijo el lobo forzando la voz como si fuera la abuelita.

– Soy yo, Caperucita. Vengo a hacerte una visita y a traerte unos ricos dulces para merendar.

– Pasa, querida, estoy deseando abrazarte – dijo el lobo malvado relamiéndose.

La habitación estaba en penumbra. Cuando se acercó a la cama, a Caperucita le pareció que su abuela estaba muy cambiada. Extrañada, le dijo:

– Abuelita, abuelita ¡qué ojos tan grandes tienes!

– Son para verte mejor, preciosa mía – contestó el lobo, suavizando la voz.

– Abuelita, abuelita ¡qué orejas tan grandes tienes!

– Son para oírte mejor, querida.

– Pero… abuelita, abuelita ¡qué boca tan grande tienes!

– ¡Es para comerte mejor! – gritó el lobo dando un enorme salto y comiéndose a la niña de un bocado.

Con la barriga llena después de tanta comida, al lobo le entró sueño. Salió de la casa, se tumbó en el jardín y cayó profundamente dormido. El fuerte sonido de sus ronquidos llamó la atención de un cazador que pasaba por allí. El hombre se acercó y vio que el animal tenía la panza muy hinchada, demasiado para ser un lobo. Sospechando que pasaba algo extraño, cogió un cuchillo y le rajó la tripa ¡Se llevó una gran sorpresa cuando vio que de ella salieron sanas y salvas la abuela y la niña!

Después de liberarlas, el cazador cosió la barriga del lobo y esperaron un rato a que el animal se despertara. Cuando por fin abrió los ojos, vio como los tres le rodeaban y escuchó la profunda y amenazante voz del cazador que le gritaba enfurecido:

– ¡Lárgate, lobo malvado! ¡No te queremos en este bosque! ¡Como vuelva a verte por aquí, no volverás a contarlo!

El lobo, aterrado, puso pies en polvorosa y salió despavorido.

Caperucita y su abuelita, con lágrimas cayendo sobre sus mejillas, se abrazaron. El susto había pasado y la niña había aprendido una importante lección: nunca más desobedecería a su mamá ni se fiaría de extraños.

Pulgarcita

Érase una mujer que anhelaba tener un niño, pero no sabía dónde irlo a buscar. Al fin se decidió a acudir a una vieja bruja y le dijo:

-Me gustaría mucho tener un niño; dime cómo lo he de hacer.

-Sí, será muy fácil -respondió la bruja-. Ahí tienes un grano de cebada; no es como la que crece en el campo del labriego, ni la que comen los pollos. Plántalo en una maceta y verás maravillas.

-Muchas gracias -dijo la mujer; dio doce sueldos a la vieja y se volvió a casa; sembró el grano de cebada, y brotó enseguida una flor grande y espléndida, parecida a un tulipán, sólo que tenía los pétalos apretadamente cerrados, cual si fuese todavía un capullo

-¡Qué flor tan bonita! -exclamó la mujer, y besó aquellos pétalos rojos y amarillos; y en el mismo momento en que los tocaron sus labios, se abrió la flor con un chasquido.

Era en efecto, un tulipán, a juzgar por su aspecto, pero en el centro del cáliz, sentada sobre los verdes estambres, se veía una niña pequeñísima, linda y gentil, no más larga que un dedo pulgar; por eso la llamaron Pulgarcita.

Le dio por cuna una preciosa cáscara de nuez, muy bien barnizada; azules hojuelas de violeta fueron su colchón, y un pétalo de rosa, el cubrecama. Allí dormía de noche, y de día jugaba sobre la mesa, en la cual la mujer había puesto un plato ceñido con una gran corona de flores, cuyos peciolos estaban sumergidos en agua; una hoja de tulipán flotaba a modo de barquilla, en la que Pulgarcita podía navegar de un borde al otro del plato, usando como remos dos blancas crines de caballo.Era una maravilla. Y sabía cantar, además, con voz tan dulce y delicada como jamás se haya oído.

Una noche, mientras la pequeñuela dormía en su camita, se presentó un sapo, que saltó por un cristal roto de la ventana. Era feo, gordote y viscoso; y vino a saltar sobre la mesa donde Pulgarcita dormía bajo su rojo pétalo de rosa. «¡Sería una bonita mujer para mi hijo!», se dijo el sapo, y, cargando con la cáscara de nuez en que dormía la niña, saltó al jardín por el mismo cristal roto.

Cruzaba el jardín un arroyo, ancho y de orillas pantanosas; un verdadero cenagal, y allí vivía el sapo con su hijo. ¡Uf!, ¡y qué feo y asqueroso era el bicho! ¡igual que su padre! «Croak, croak, brekkerekekex!», fue todo lo que supo decir cuando vio a la niñita en la cáscara de nuez.

-Habla más quedo, no vayas a despertarla -le advirtió el viejo sapo-. Aún se nos podría escapar, pues es ligera como un plumón de cisne. La pondremos sobre un pétalo de nenúfar en medio del arroyo; allí estará como en una isla, ligera y menudita como es, y no podrá huir mientras nosotros arreglamos la sala que ha de ser su habitación debajo del cenagal.

Crecían en medio del río muchos nenúfares, de anchas hojas verdes, que parecían nadar en la superficie del agua; el más grande de todos era también el más alejado, y éste eligió el viejo sapo para depositar encima la cáscara de nuez con Pulgarcita.

Cuando se hizo de día despertó la pequeña, y al ver donde se encontraba prorrumpió a llorar amargamente, pues por todas partes el agua rodeaba la gran hoja verde y no había modo de ganar tierra firme.

Mientras tanto, el viejo sapo, allá en el fondo del pantano, arreglaba su habitación con juncos y flores amarillas; había que adornarla muy bien para la nuera. Cuando hubo terminado nadó con su feo hijo hacia la hoja en que se hallaba Pulgarcita. Querían trasladar su lindo lecho a la cámara nupcial, antes de que la novia entrara en ella.

El viejo sapo, inclinándose profundamente en el agua, dijo:

-Aquí te presento a mi hijo; será tu marido, y vivirán muy felices en el cenagal.

-¡Coax, coax, brekkerekekex! -fue todo lo que supo añadir el hijo.

Cogieron la graciosa camita y echaron a nadar con ella; Pulgarcita se quedó sola en la hoja, llorando, pues no podía irse a vivir con aquel repugnante sapo ni a aceptar por marido a su hijo, tan feo.

Los pececillos que nadaban por allí habían visto al sapo y oído sus palabras, y asomaban las cabezas, llenos de curiosidad por conocer a la pequeña. Al verla tan hermosa, les dio lástima y les dolió que hubiese de vivir entre el lodo, en compañía del horrible sapo. ¡Había que impedirlo a toda costa.

Se reunieron todos en el agua, alrededor del verde tallo que sostenía la hoja, lo cortaron con los dientes y la hoja salió flotando río abajo, llevándose a Pulgarcita fuera del alcance del sapo. En su barquilla, Pulgarcita pasó por delante de muchas ciudades, y los pajaritos, al verla desde sus zarzas, cantaban: «¡Qué niña más preciosa!». Y la hoja seguía su rumbo sin detenerse, y así salió Pulgarcita de las fronteras del país. Una bonita mariposa blanca, que andaba revoloteando por aquellos contornos, vino a pararse sobre la hoja, pues le había gustado Pulgarcita. Ésta se sentía ahora muy contenta, libre ya del sapo; por otra parte, ¡era tan bello el paisaje! El sol enviaba sus rayos al río, cuyas aguas refulgían como oro purísimo.

La niña se desató el cinturón, ató un extremo en torno a la mariposa y el otro a la hoja; y así la barquilla avanzaba mucho más rápida.

Entonces pasó volando un gran abejorro, y, al verla, rodeó con sus garras su esbelto cuerpecito y fue a depositarlo en un árbol, mientras la hoja de nenúfar seguía flotando a merced de la corriente, remolcada por la mariposa, que no podía soltarse. ¡Qué susto el de la pobre Pulgarcita, cuando el abejorro se la llevó volando hacia el árbol!

Lo que más la apenaba era la linda mariposa blanca atada al pétalo, pues si no lograba soltarse moriría de hambre. Al abejorro, en cambio, le tenía aquello sin cuidado. Se posó con su carga en la hoja más grande y verde del árbol, regaló a la niña con el dulce néctar de las flores y le dijo que era muy bonita, aunque en nada se parecía a un abejorro.

Más tarde llegaron los demás compañeros que habitaban en el árbol; todos querían verla. Y la estuvieron contemplando, y las damitas abejorras exclamaron, arrugando las antenas:

-¡Sólo tiene dos piernas; qué miseria!

-¡No tiene antenas! -observó otra.

-¡Qué talla más delgada, parece un hombre! ¡Uf, que fea! -decían todas las abejorras.

Y, sin embargo, Pulgarcita era lindísima. Así lo pensaba también el abejorro que la había raptado; pero viendo que todos los demás decían que era fea, acabó por creérselo y ya no la quiso. Podía marcharse adonde le apeteciera.

La bajó, pues, al pie del árbol, y la depositó sobre una margarita. La pobre se quedó llorando, pues era tan fea que ni los abejorros querían saber nada de ella. Y la verdad es que no se ha visto cosa más bonita, tanto como el más bello pétalo de rosa.

Todo el verano se pasó la pobre Pulgarcita completamente sola en el inmenso bosque. Se trenzó una cama con tallos de hierbas, que suspendió de una hoja de acedera, para resguardarse de la lluvia; para comer recogía néctar de las flores y bebía del rocío que todas las mañanas se depositaba en las hojas.

Así transcurrieron el verano y el otoño; pero luego vino el invierno, el frío y largo invierno. Los pájaros, que tan armoniosamente habían cantado, se marcharon; los árboles y las flores se secaron; la hoja de acedera que le había servido de cobijo se arrugó y contrajo, y sólo quedó un tallo amarillo y marchito.

Pulgarcita pasaba un frío horrible, pues tenía todos los vestidos rotos; estaba condenada a helarse, frágil y pequeña como era. Comenzó a nevar, y cada copo de nieve que le caía encima era cada vez más frío. Se envolvió en una hoja seca, pero no conseguía entrar en calor; tiritaba de frío.

Junto al bosque se extendía un gran campo de trigo; lo habían segado hacía tiempo, y sólo asomaban de la tierra helada los rastrojos desnudos y secos. Para la pequeña era como un nuevo bosque, por el que se adentró, y ¡cómo tiritaba! Llegó frente a la puerta del ratón de campo, que tenía un agujerito debajo de los rastrojos. Allí vivía el ratón, bien calentito y cómodo, con una habitación llena de grano, una magnífica cocina y un comedor. La pobre Pulgarcita llamó a la puerta como una pordiosera y pidió un trocito de grano de cebada, pues llevaba dos días sin probar bocado. .

-¡Pobre pequeña! -exclamó el ratón, que era ya viejo, y bueno en el fondo-, entra en mi casa, que está bien caldeada y comerás conmigo-. Y como le fuese simpática Pulgarcita, le dijo:

– Puedes pasar el invierno aquí, si quieres cuidar de la limpieza de mi casa, y me explicas cuentos, que me gustan mucho.

Pulgarcita hizo lo que el viejo ratón le pedía y lo pasó muy bien.

-Hoy tendremos visita -dijo un día el ratón-. Mi vecino suele venir todas las semanas a verme. Es aún más rico que yo; tiene grandes salones y lleva una hermosa casaca de terciopelo negro. Si lo quisieras por marido nada te faltaría. Sólo que es ciego; habrás de explicarle las historias más bonitas que sepas.

Pero a Pulgarcita le interesaba muy poco el vecino, pues era un topo. Éste vino, en efecto, de visita, con su negra casaca de terciopelo. Era rico e instruido, dijo el ratón de campo; tenía una casa veinte veces mayor que la suya. Era muy inteligente, mas no podía sufrir el sol ni las bellas flores, de las que hablaba con desprecio, pues no las había visto nunca.

Pulgarcita tenía que cantar y entonó «El abejorro echó a volar» y «El fraile descalzo va a través del campo». El topo se enamoró de la niña por su hermosa voz, pero no dijo nada porque le daba pena. Poco antes había excavado una larga galería subterránea desde su casa a la del vecino e invitó al ratón y a Pulgarcita a pasear por ella siempre que quisieran. Les advirtió que no debían asustarse del pájaro muerto que yacía en el corredor; era un pájaro entero, con plumas y pico, que seguramente había fallecido poco antes y estaba enterrado justamente en el lugar donde había abierto su galería. El topo cogió con la boca un pedazo de madera podrida, pues en la oscuridad reluce como fuego, y, tomando la delantera, les alumbró por el largo y oscuro pasillo.

Al llegar al sitio donde yacía el pájaro muerto, el topo apretó el ancho hocico contra el techo y, empujando la tierra, abrió un orificio para que entrara luz. En el suelo había una golondrina muerta, las hermosas alas comprimidas contra el cuerpo, las patas y la cabeza encogidas bajo el ala. La infeliz avecilla había muerto de frío.

A Pulgarcita se le encogió el corazón, pues quería mucho a los pajarillos, que durante todo el verano habían estado cantando y gorjeando a su alrededor. Pero el topo, con su corta pata, dio un empujón a la golondrina y dijo:

-Ésta ya no volverá a chillar. ¡Qué mal es ser un pájaro! A Dios gracias, ninguno de mis hijos lo será.  ¡Vaya hambre la que pasan en invierno!

-Habla como un hombre sensato -asintió el ratón-. ¿De qué le sirve al pájaro su canto cuando llega el invierno? Para morir de hambre y de frío, ésta es la verdad.

Pulgarcita no dijo nada, pero cuando los otros dos hubieron se voltearon, se inclinó sobre la golondrina y, apartando las plumas que le cubrían la cabeza, besó sus ojos cerrados. «¡Quién sabe si es aquélla que tan alegremente cantaba en verano!», pensó. «¡Cuántos buenos ratos te debo, mi pobre pajarillo!».El topo volvió, a tapar el agujero por el que entraba la luz del día y acompañó a casa a sus vecinos.

Aquella noche Pulgarcita no pudo pegar un ojo; saltó, pues, de la cama y trenzó con heno una grande y bonita manta, que fue a extender sobre el avecilla muerta; luego la arropó bien, con blanco algodón que encontró en el cuarto de la rata, para que no tuviera frío en la dura tierra.

-¡Adiós, mi pajarito! -dijo-. Adiós y gracias por las canciones con que me alegrabas en verano, cuando todos los árboles estaban verdes y el sol nos calentaba con sus rayos.

Aplicó entonces la cabeza contra el pecho del pájaro y tuvo un estremecimiento; le pareció como si algo latiera en él. Y, en efecto, era el corazón, pues la golondrina no estaba muerta, y sí sólo entumecida. El calor la volvía a la vida.

En otoño, todas las golondrinas se marchan a otras tierras más cálidas; pero si alguna se retrasa, se enfría y cae como muerta. Allí se queda en el lugar donde ha caído, y la helada nieve la cubre.

Pulgarcita estaba toda temblorosa del susto, pues el pájaro era enorme en comparación con ella, que no medía sino una pulgada. Pero cobró ánimos, puso más algodón alrededor de la golondrina, corrió a buscar una hoja de menta que le servía de cubrecama, y la extendió sobre la cabeza del ave. A la noche siguiente volvió a verla y la encontró viva, pero extenuada; sólo tuvo fuerzas para abrir los ojos y mirar a Pulgarcita, quien, sosteniendo en la mano un trocito de madera podrida a falta de linterna, la estaba contemplando.

-¡Gracias, mi linda pequeñuela! -murmuró la golondrina enferma-. Ya he entrado en calor; pronto habré recobrado las fuerzas y podré salir de nuevo a volar bajo los rayos del sol.

-¡Ay! -respondió Pulgarcita-, hace mucho frío allá fuera; nieva y hiela. Quédate en tu lecho calentito y yo te cuidaré.

Le trajo agua en una hoja de flor para que bebiese. Entonces la golondrina le contó que se había lastimado un ala en una mata espinosa, y por eso no pudo seguir volando con la ligereza de sus compañeras, las cuales habían emigrado a las tierras cálidas.

Cayó al suelo, y ya no recordaba nada más, ni sabía cómo había ido a parar allí. El pájaro se quedó todo el invierno en el subterráneo, bajo los amorosos cuidados de Pulgarcita, sin que lo supieran el topo ni el ratón, pues ni uno ni otro podían soportaban a la golondrina. No bien llegó la primavera y el sol comenzó a calentar la tierra, la golondrina se despidió de Pulgarcita, la cual abrió el agujero que había hecho el topo en el techo de la galería. Entró por él un hermoso rayo de sol, y la golondrina preguntó a la niñita si quería marcharse con ella; podría montarse sobre su espalda, y las dos se irían lejos, al verde bosque.

 Ella aceptó y se fueron volando hasta un castillo abandonado donde vivía la golondrina.

Aquí he contruido mi nido – dijo la golondrina-, pero tu estarás mejor entre la hierba y las flores.

La niña fue a acariciar una bella flor blanca y perfumada y ¡Qué sorpresa! Dentro había una figurilla transparente como el cristal, y no mayor que el dedo de un pulgar. Tenía una corona de oro y dos alas brillantes ¡Era el rey de las flores que vivían en aquella pradera!

-¡Qué guapo es! -exclamó pulgarcita

-¡Tú si eres una preciosidad! – exclamó el rey – ¿Quieres casarte conmigo?

¡Por fin, un marido a su medida! Y, además vivía en las flores, no como el topo que era grandote y vivía bajo tierra. Pulgarcita, muy contenta le dijo que sí y el rey le puso una corona y le cosió unas alas como las suyas.

FIN

Pinocho

Había una vez, un viejo carpintero de nombre Gepetto, que como no tenía familia, decidió hacerse un muñeco de madera para no sentirse solo y triste nunca más.

“¡Qué obra tan hermosa he creado! Le llamaré Pinocho” – exclamó el anciano con gran alegría mientras le daba los últimos retoques. Desde ese entonces, Gepetto pasaba las horas contemplando su bella obra, y deseaba que aquel niño de madera, pudiera moverse y hablar como todos los niños.

Tal fue la intensidad de su deseo, que una noche apareció en la ventana de su cuarto el Hada de los Imposibles. “Como eres un hombre de noble corazón, te concederé lo que pides y daré vida a Pinocho” – dijo el hada mágica y agitó su varita sobre el muñeco de madera. Al momento, la figura cobró vida y sacudió los brazos y la cabeza.

– ¡Papá, papá! – mencionó con voz melodiosa despertando a Gepetto.

– ¿Quién anda ahí?

– Soy yo, papá. Soy Pinocho. ¿No me reconoces? – dijo el niño acercándose al anciano.

Cuando logró reconocerle, Gepetto lo cargó en sus brazos y se puso a bailar de tanta emoción. “¡Mi hijo, mi querido hijo!”, gritaba jubiloso el anciano.

Los próximos días, fueron pura alegría en la casa del carpintero. Como todos los niños, Pinocho debía alistarse para asistir a la escuela, estudiar y jugar con sus amigos, así que el anciano vendió su abrigo para comprarle una cartera con libros y lápices de colores.

El primer día de colegio, Pinocho asistió acompañado de un grillo para aconsejarlo y guiarlo por el buen camino. Sin embargo, como sucede con todos los niños, este prefería jugar y divertirse antes que asistir a las clases, y a pesar de las advertencias del grillo, el niño travieso decidió ir al teatro, a disfrutar de una función de títeres.

Al verle, el dueño del teatro quedó encantado con Pinocho: “¡Maravilloso! Nunca había visto un títere que se moviera y hablara por sí mismo. Sin dudas, haré una fortuna con él” – y decidió quedárselo. Este aceptó la invitación de aquel hombre ambicioso, y pensó que con el dinero ganado podría comprarle un nuevo abrigo a su padre.

Durante el resto del día, Pinocho actúo en el teatro como un títere más, y al caer la tarde decidió regresar a casa con Gepetto. Sin embargo, el dueño malo no quería que el niño se fuera, por lo que lo encerró en una caja junto a las otras marionetas. Tanto fue el llanto de Pinocho, que al final no tuvo más remedio que dejarle ir, no sin antes obsequiarle unas pocas monedas.

Cuando regresaba a casa, se topó con dos astutos bribones que querían quitarle sus monedas. Como era un niño inocente y sano, los ladrones le engañaron, haciéndole creer que si enterraba su dinero, encontraría al día siguiente un árbol lleno de monedas, todas para él.

El grillo trató de alertarle sobre semejante timo, pero Pinocho no hizo caso a su amigo y enterró las monedas. Luego, los terribles vividores esperaron a que el niño se marchara, desenterraron el dinero y se lo llevaron muertos de risa.

Al llegar a casa, Pinocho descubrió que Gepetto no se encontraba, y empezó a sentirse tan solo, que rompió en llantos. Inmediatamente, apareció el Hada de los Imposibles para consolar al triste niño. “No llores Pinocho, tu padre se ha ido al mar a buscarte”.

Y tan pronto supo aquello, Pinocho partió a buscar a Gepetto, pero por el camino tropezó con un grupo de niños:

– ¿A dónde se dirigen? – preguntó Pinocho

– Vamos al País de los Dulces y los Juguetes – respondió uno de ellos – Ven con nosotros, podrás divertirte sin parar.

– No lo hagas, Pinocho – le dijo el grillo – Debemos encontrarnos con tu padre, que se ha ido solo y triste a buscarte.

– Tienes razón, grillo, pero sólo estaremos un rato. Luego le buscaré sin falta.

Y así se fue Pinocho acompañado de aquellos niños al País de los Dulces y los Juguetes. Al llegar, quedó tan maravillado con aquel lugar que se olvidó de salir a buscar al pobre de Gepetto. Saltaba y reía Pinocho rodeado de juguetes, y tan feliz era, que no notó cuando empezó a convertirse en un burro.

Sus orejas crecieron y se hicieron muy largas, su piel se tornó oscura y hasta le salió una colita peluda que se movía mientras caminaba. Cuando se dio cuenta, comenzó a llorar de tristeza, y el Hada de los Imposibles volvió para ayudarle y devolverlo a su forma de niño.

– Ya eres nuevamente un niño bello, Pinocho, pero recuerda que debes estudiar y ser bueno.

– Oh sí, señora hada, a mí me encanta estudiar – dijo Pinocho y al instante, le quedó crecida la nariz.

– Tampoco debes decir mentiras, querido Pinocho.

– No, para nada, nunca he dicho una mentira – pero la nariz le creció un poco más – ¡Y siempre me porto muy bien!

Pero al decir aquello la nariz le creció tanto, que apenas podía sostenerla con su cabeza. Con lágrimas en los ojos, Pinocho se disculpó con el Hada y le prometió que jamás volvería a decir mentiras, por lo que su nariz volvió a ser pequeña. Entonces, él y el grillo decidieron salir a buscar a Gepetto. Sin embargo, cuando llegaron al mar, descubrieron que el anciano había sido tragado por una enorme ballena.

Enseguida, se lanzó al agua, y después de mucho nadar, se encontró frente a frente con la temible ballena. “Por favor, señora ballena, devuélvame a mi padre”. Pero el animal no le hizo caso, y se tragó a Pinocho también. Al llegar al estómago, se encontró con el viejo Gepetto y quedaron abrazados un largo rato.

– Tenemos que salir cuanto antes, Pinocho – exclamó Gepetto

– Hagamos una fogata papá. El humo hará estornudar a la ballena y podremos escapar.

Y así fue como Pinocho y su padre quedaron a salvo de la ballena, pues estornudó tan fuerte que los lanzó fuera del vientre y lograron escapar a tierra firme. Cuando llegaron a casa, este se arrepintió por haber desobedecido a su padre, y desde entonces no faltó nunca a clases, y fue tan bueno y disciplinado, que el Hada de los Imposibles decidió convertirlo en un niño de carne y hueso, para alegría de su padre, el viejo Gepetto, y del propio Pinocho.

Patito feo

Al igual que todos los años, en los meses de verano, la Señora Pata se dedicaba a empollar. El resto de las patas del corral siempre esperaban con muchos deseos que los patitos rompiesen el cascarón para poder verlos, pues los patitos de esta distinguida pata siempre eran los más bellos de todos los alrededores.

El momento tan esperado llegó, lo que causó un gran alboroto ya que todas las amigas de mamá pata corrieron hacia el nido para ver tal acontecimiento. A medida que iban saliendo del cascarón, tanto la Señora Pata como sus amigas gritaban de la emoción de ver a unos patitos tan bellos como esos. Era tanta la algarabía que había alrededor del nido que nadie se había percatado que aún faltaba un huevo por romperse.

El séptimo era el más grande de todos y aún permanecía intacto lo que puso a la expectativa a todos los presentes. Un rato más tarde se empezó a ver como el cascarón se abría poco a poco, y de repente salió un pato muy alegre. Cuando todos lo vieron se quedaron perplejos porque este era mucho más grande y larguirucho que el resto de los otros patitos, y lo que más impresionó era lo feo que era.

Esto nunca le había ocurrido a la Señora Pata, quien para evitar las burlas de sus amigas lo apartaba con su ala y solo se dedicaba a velar por el resto de sus hermanitos. Tanto fue el rechazo que sufrió el patito feo que él comenzó a notar que nadie lo quería en ese lugar.

Toda esta situación hizo que el patito se sintiera muy triste y rechazado por todos los integrantes del coral e incluso su propia madre y hermanos eran indiferentes con él. Él pensaba que quizás su problema solo requería tiempo, pero no era así pues a medida que pasaban los días era más largo, grande y mucho más feo. Además se iba convirtiendo en un patito muy torpe por lo que era el centro de burlas de todos.

Un día se cansó de toda esta situación y huyó de la granja por un agujero que se encontraba en la cerca que rodeaba a la propiedad. Comenzó un largo camino solo con el propósito de encontrar amigos a los que su aspecto físico no les interesara y que lo quisieran por sus valores y características.

Después de un largo caminar llegó a otra granja, donde una anciana lo recogió en la entrada. En ese instante el patito pensó que ya sus problemas se habían solucionado, lo que él no se imaginaba que en ese lugar sería peor. La anciana era una mujer muy mala y el único motivo que tuvo para recogerlo de la entrada era usarlo como plato principal en una cena que preparaba. Cuando el patito feo vio eso salió corriendo sin mirar atrás.

Pasaba el tiempo y el pobrecillo continuaba en busca de un hogar. Fueron muchas las dificultades que tuvo que pasar ya que el invierno llegó y tuvo que aprender a buscar comida en la nieve y a refugiarse por sí mismo, pero estas no fueron las únicas pues tuvo que esquivar muchos disparos provenientes de las armas de los cazadores.

Siguió pasando el tiempo, hasta que por fin llegó la primavera y fue en esta bella etapa donde el patito feo encontró por fin la felicidad. Un día mientras pasaba junto a estanque diviso que dentro de él había unas aves muy hermosas, eran cisnes. Estas tenían clase, eran esbeltas, elegantes y se desplazaban por el estanque con tanta frescura y distinción que el pobre animalito se sintió muy abochornado por lo torpe y descuidado que era él.

A pesar de las diferencias que él había notado, se llenó de valor y se dirigió hacia ellos preguntándole muy educadamente que si él podía bañarse junto a ellos. Los cisnes con mucha amabilidad le respondieron todos juntos:

– ¡Claro que puedes, como uno de los nuestros no va a poder disfrutar de este maravilloso estanque!

El patito asombrado por la respuesta y apenado les dijo:

– ¡No se rían de mí! Como me van a comparar con ustedes que están llenos de belleza y elegancia cuando yo soy feo y torpe. No sean crueles burlándose de ese modo.

– No nos estamos riendo de ti, mírate en el estanque y veras como tu reflejo demostrara cuan real es lo que decimos.- le dijeron los cisnes al pobre patito.

Después de escuchar a las hermosas aves el patito se acercó al estanque y se quedó tan asombrado que ni el mismo lo pudo creer, ya no era feo. ¡Se había transformado en un hermoso cisne durante todo ese tiempo que pasó en busca de amigos! Ya había dejado de ser aquel patito feo que un día huyó de su granja para convertirse en el más bello y elegante de todos los cisnes que nadaban en aquel estanque.

El Gato con Botas

Érase una vez un viejo molinero que tenía tres hijos. El molinero solo tenía tres posesiones para dejarles cuando muriera: su molino, un asno y un gato. Estaba en su lecho de muerte cuando llamó a sus hijos para hacer el reparto de su herencia.

–“Hijos míos, quiero dejarles lo poco que tengo antes de morir”, les dijo. Al hijo mayor le tocó el molino, que era el sustento de la familia. Al mediano le dejó al burro que se encargaba de acarrear el grano y transportar la harina, mientras que al más pequeño le dejó el gato que no hacía más que cazar ratones. Dicho esto, el padre murió.

El hijo más joven estaba triste e inconforme con la herencia que había recibido. –“Yo soy el que peor ha salido ¿Para qué me puede servir este gato?”, – pensaba en voz alta.

El gato que lo había escuchado, decidió hacer todo lo que estuviese a su alcance para ayudar a su nuevo amo. – “No te preocupes joven amo, si me das un bolso y un par de botas podremos salir a recorrer el mundo y verás cuántas riquezas conseguiremos juntos”.

El joven no tenía muchas esperanzas con las promesas del gato, pero tampoco tenía nada que perder. Si se quedaba en aquella casa moriría de hambre o tendría que depender de sus hermanos, así que le dio lo que pedía y se fueron a recorrer el mundo.

Caminaron y caminaron durante días hasta que llegaron a un reino lejano. El gato con botas había escuchado que al rey de aquel país le gustaba comer perdices, pero como eran tan escurridizas se hacían casi imposibles de conseguir. Mientras que el joven amo descansaba bajo la sombra de un árbol, el gato abrió su bolsa, esparció algunos granos que le quedaban sobre ella y se escondió a esperar.

Llevaba un rato acechando cuando aparecieron un grupo de perdices, que encontraron el grano y se fueron metiendo una a una en el saco para comérselo. Cuando ya había suficientes, el gato tiró de la cuerda que se encontraba oculta, cerrando el saco y dejando atrapadas a las perdices. Luego se echó el saco al hombro y se dirigió al palacio para entregárselas al rey.

Cuando se presentó ante el rey le dijo: – “Mi rey, el Marqués de Carabás le envía este obsequio. (Este fue el nombre que se le ocurrió darle a su amo)”. El rey complacido aceptó aquella oferta y le pidió que le agradeciera a su señor. Pasaron los días y el gato seguía mandándole regalos al rey, siempre de parte de su amo.

Un día el gato se enteró de que el rey iba a pasear con su hermosa hija cerca de la ribera del río y tuvo una idea. Le dijo a su amo: – “Si me sigues la corriente podrás hacer una fortuna, solo quítate la ropa y métete al río”. Así lo hizo el hijo del molinero hasta que escuchó a su gato gritando: – “¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Se ahoga el Marqués de Carabás! ¡Le han robado sus ropas!”.

El rey atraído por los gritos se acercó a ver qué pasaba. Al ver que se trataba del Marqués que tantos obsequios le había enviado, lo envolvió en ropas delicadas y lo subió en su carruaje para que les acompañara en el paseo.

El astuto gato se adelantó a la comitiva real y se dirigió a las tierras de un temido ogro, donde se encontraban trabajando unos campesinos. Los amenazó diciéndoles: – “Cuando el rey pase por aquí y les pregunte de quién son estas tierras, deberán responder que pertenecen al Marqués de Carabás, sino morirán”.

De esta manera cuando el rey cruzó con su carruaje y preguntó a quién pertenecían aquellas tierras, todos los campesinos contestaron: – “Son del señor Marqués de Carabás”.

El gato con botas que se sentía muy complacido con su plan, se dirigió luego al castillo del ogro, pensando en reclamarlo para su amo. Ya había escuchado todo lo que el ogro podía hacer y lo mucho que le gustaba que lo adularan. Así que se anunció ante él con el pretexto de haber viajado hasta allí para presentarle sus respetos.

Cuando estuvo solo con el ogro, el gato le dijo: – “Me han dicho que es capaz de convertirse en cualquier clase de animal, como por ejemplo un elefante o un león”.

– “Es cierto”, – contestó el ogro muy halagado y se transformó de inmediato en un rugiente león para demostrarlo.

A lo que el gato contestó: – “¡Sorprendente! ¡Ha sido increíble! Pero me impresionaría más si pudieras transformarte en algo tan pequeñito como un ratón. Eso debe ser imposible, incluso para un ogro tan poderoso como tú”.

El ogro ansioso por impresionar al gato, se convirtió en un segundo en un diminuto ratón, pero apenas lo hizo el gato se lanzó sobre él y se lo tragó de un bocado.

Fue así como el gato reclamó aquel palacio y las tierras circundantes para el recién nombrado Marques de Carabás, su joven amo.

Allí recibió al rey, que impresionado ante el lujo y la majestuosidad del castillo, le propuso de inmediato la mano de su hija en matrimonio. El hijo del molinero aceptó y luego de que el rey murió gobernó aquellas tierras, al lado de el gato con botas a quien nombró primer ministro.

Los tres cerditos

Había una vez 3 cerditos que eran hermanos y vivían en lo más profundo del bosque. Siempre habían vivido felices y sin preocupaciones en aquel lugar, pero ahora se encontraban temerosos de un lobo que merodeaba la zona. Fue así como decidieron que lo mejor era construir cada uno su propia casa, que les serviría de refugio si el lobo los atacaba.

El primer cerdito era el más perezoso de los hermanos, por lo que decidió hacer una sencilla casita de paja, que terminó en muy poco tiempo. Luego del trabajo se puso a recolectar manzanas y a molestar a sus hermanos que aún estaban en plena faena.

El segundo cerdito decidió que su casa iba a ser de madera, era más fuerte que la de su hermano pero tampoco tardó mucho tiempo en construirla. Al acabar se le unió a su hermano en la celebración.

El tercer cerdito que era el más trabajador, decidió que lo mejor era construir una casa de ladrillos. Le tomaría casi un día terminarla, pero estaría más protegido del lobo. Incluso pensó en hacer una chimenea para azar las mazorcas de maíz que tanto le gustaban.

Cuando finalmente las tres casitas estuvieron terminadas, los tres cerditos celebraron satisfechos del trabajo realizado. Reían y cantaban sin preocupación -“¡No nos comerá el lobo! ¡No puede entrar!”.

El lobo que pasaba cerca de allí se sintió insultado ante tanta insolencia y decidió acabar con los cerditos de una vez. Los tomó por sorpresa y rugiendo fuertemente les gritó: -“Cerditos, ¡me los voy a comer uno por uno!”.

Los 3 cerditos asustados corrieron hacia sus casas, pasaron los pestillos y pensaron que estaban a salvo del lobo. Pero este no se había dado por vencido y se dirigió a la casa de paja que había construido el primer cerdito.

– “¡Ábreme la puerta! ¡Ábreme o soplaré y la casa derribaré!”- dijo el lobo feroz.

Como el cerdito no le abrió, el lobo sopló con fuerza y derrumbó la casa de paja sin mucho esfuerzo. El cerdito corrió todo lo rápido que pudo hasta la casa del segundo hermano.

De nuevo el lobo más enfurecido y hambriento les advirtió:

-“¡Soplaré y soplaré y esta casa también derribaré!”

El lobo sopló con más fuerza que la vez anterior, hasta que las paredes de la casita de madera no resistieron y cayeron. Los dos cerditos a duras penas lograron escapar y llegar a la casa de ladrillos que había construido el tercer hermano.

El lobo estaba realmente enfadado y decidido a comerse a los tres cerditos, así que sin siquiera advertirles comenzó a soplar tan fuerte como pudo. Sopló y sopló hasta quedarse sin fuerzas, pero la casita de ladrillos era muy resistente, por lo que sus esfuerzos eran en vano.

Sin intención de rendirse, se le ocurrió trepar por las paredes y colarse por la chimenea. -“Menuda sorpresa le daré a los cerditos”, – pensó.

Una vez en el techo se dejó caer por la chimenea, sin saber que los cerditos habían colocado un caldero de agua hirviendo para cocinar un rico guiso de maíz. El lobo lanzó un aullido de dolor que se oyó en todo el bosque, salió corriendo de allí y nunca más regresó

Los cerditos agradecieron a su hermano por el trabajo duro que había realizado. Este los regañó por haber sido tan perezosos, pero ya habían aprendido la lección así que se dedicaron a celebrar el triunfo. Y así fue como vivieron felices por siempre, cada uno en su propia casita de ladrillos.

Razpunzel

Había una vez una linda pareja cuyo único deseo era tener un bebé. Tras años de espera, por fin lograron quedar embarazados y su felicidad se vio completa. Tendrían una hija o hijo y podrían ser una adorable familia.

Sin embargo, no parecía que la felicidad estuviese destinada a ellos. Frente a su casa había un huerto donde crecían bellísimos frutos y flores.

La mujer siempre había deseado probarlos, pero ni ella ni su marido se habían atrevido nunca a ir en su busca porque se decía que el terreno pertenecía a una cruel hechicera.

Nadie entraba a ese huerto, pero aún así el deseo crecía por días en el interior de la mujer, que al no poder probar alguna de las manzanas que cada día disfrutaba con la vista, cayó gravemente enferma de pena.

Ante la situación, que podía traer consecuencias también para el bebé, el hombre irrumpió en la huerta sin temor alguno y llevo algunas manzanas a su amor.

Como por arte de magia, al comer las frutas el estado de salud de la mujer mejoró, pero para mantenerse bien necesitaba comerlas cada día.

Por ello todas las tardes el hombre irrumpía en la huerta de la hechicera hasta que esta, vigilante por la falta que percibió en su cultivo favorito, las manzanas, lo atrapó y amenazó con cobrarle su vida por tamaña osadía.

El hombre le suplicó clemencia y le explicó el motivo por el cual tomaba las manzanas.

La bruja comprendió al hombre pero en su corazón no había sitio para la bondad, por lo que le propuso un trato. Podría seguir llevando manzanas a su esposa, pero cuando naciera el bebé se lo entregaría a ella, que nunca había podido tener hijos.

Al buen hombre no le quedó otro remedio que aceptar.

Cuando nació su bebé, que era una tierna y linda niña, se le llevó a la hechicera, quien terminó criándola.

 

Pasaron los años y la niña, que se había convertido en la muchacha más bella que se había visto nunca por aquellos lares, despertó la envidia de la bruja, que decidió encerrarla en una torre alta y alejada, donde no había puertas por las que entrar o salir.

La torre solo tenía una ventana alta desde la que Rapunzel, nombre que había dado la bruja a la niña, podía asomarse siempre que quisiera a disfrutar del paisaje.

No obstante, la soledad y la reclusión hacian que Rapunzel no fuera feliz. Su única interacción era con la hechicera, que cada tarde iba a la torre y la llamaba para que dejara caer su larga trenza y ella subir a verla y darle los alimentos necesarios.

Un día esta rutina fue apreciada por un joven que, atraído por el canto de Rapunzel, se había acercado a la torre y se escondió tras un árbol al ver a la bruja. Vio como esta llamó a la bella muchacha y le pidió que dejase caer su trenza hasta el suelo para subir.

Así, cuando la malévola hechicera se fue, hizo lo mismo y trepó hasta la torre, con lo que Rapunzel se llevó una gran sorpresa.

Al principio se asustó mucho, pues estaba acostumbrada solo a la presencia de la bruja, que en definitiva la había criado desde bebé, pero a medida que pasaron los minutos e interactuaba con el joven apuesto, se sintió bien y descubrió que compartir con él le resultaba más atractivo que estar recluida en la torre, cantar y recibir la visita de la hechicera.

Sin embargo, la felicidad de los bellos jóvenes no duró mucho.

La bruja había olvidado su sombrero en la torre y regresó antes de lo previsto. Se percató que Rapunzel no estaba sola y espero a que el joven descendiese de la torre para atraparlo y dejarlo ciego con un hechizo.

Luego subió y cortó la trenza de Rapunzel, a la que desterró a una cabaña en un apartado del bosque que no frecuentaba nunca ninguna persona.

Cegado, el joven estuvo condenado a vagar por el bosque, impedido de encontrar el camino a su casa y mucho menos de volver a contemplar la belleza de Rapunzel.

Tras muchos meses de andares torpes y a ciegas, escuchó a lo lejos una bella voz que le resultó familiar. Siguió su rastro y a medida que se acercaba descubrió que esa voz era la de su bella Rapunzel.

Cuando lo vio, la muchacha fue corriendo a su encuentro y lo abrazó con gran ternura. Creyó que había ido a rescatarla de aquel infierno, pero al ver que el joven estaba ciego por un maleficio de la hechicera rompió en llanto.

Tanto lloró, que inevitablemente algunas de sus lágrimas llegaron a los ojos del muchacho, devolviéndole la visión.

Esto hizo muy feliz a la pareja que sin dudarlo se fue para siempre de aquel sitio, al pueblo del que provenía el joven, que en definitiva era un príncipe muy querido.

Rapunzel y su príncipe se casaron y reinaron juntos, llevando felicidad a toda la comarca y a los muchos hijos que tuvieron.