Razpunzel
Había una vez una linda pareja cuyo único deseo era tener un bebé. Tras años de espera, por fin lograron quedar embarazados y su felicidad se vio completa. Tendrían una hija o hijo y podrían ser una adorable familia.
Sin embargo, no parecía que la felicidad estuviese destinada a ellos. Frente a su casa había un huerto donde crecían bellísimos frutos y flores.
La mujer siempre había deseado probarlos, pero ni ella ni su marido se habían atrevido nunca a ir en su busca porque se decía que el terreno pertenecía a una cruel hechicera.
Nadie entraba a ese huerto, pero aún así el deseo crecía por días en el interior de la mujer, que al no poder probar alguna de las manzanas que cada día disfrutaba con la vista, cayó gravemente enferma de pena.
Ante la situación, que podía traer consecuencias también para el bebé, el hombre irrumpió en la huerta sin temor alguno y llevo algunas manzanas a su amor.
Como por arte de magia, al comer las frutas el estado de salud de la mujer mejoró, pero para mantenerse bien necesitaba comerlas cada día.
Por ello todas las tardes el hombre irrumpía en la huerta de la hechicera hasta que esta, vigilante por la falta que percibió en su cultivo favorito, las manzanas, lo atrapó y amenazó con cobrarle su vida por tamaña osadía.
El hombre le suplicó clemencia y le explicó el motivo por el cual tomaba las manzanas.
La bruja comprendió al hombre pero en su corazón no había sitio para la bondad, por lo que le propuso un trato. Podría seguir llevando manzanas a su esposa, pero cuando naciera el bebé se lo entregaría a ella, que nunca había podido tener hijos.
Al buen hombre no le quedó otro remedio que aceptar.
Cuando nació su bebé, que era una tierna y linda niña, se le llevó a la hechicera, quien terminó criándola.
Pasaron los años y la niña, que se había convertido en la muchacha más bella que se había visto nunca por aquellos lares, despertó la envidia de la bruja, que decidió encerrarla en una torre alta y alejada, donde no había puertas por las que entrar o salir.
La torre solo tenía una ventana alta desde la que Rapunzel, nombre que había dado la bruja a la niña, podía asomarse siempre que quisiera a disfrutar del paisaje.
No obstante, la soledad y la reclusión hacian que Rapunzel no fuera feliz. Su única interacción era con la hechicera, que cada tarde iba a la torre y la llamaba para que dejara caer su larga trenza y ella subir a verla y darle los alimentos necesarios.
Un día esta rutina fue apreciada por un joven que, atraído por el canto de Rapunzel, se había acercado a la torre y se escondió tras un árbol al ver a la bruja. Vio como esta llamó a la bella muchacha y le pidió que dejase caer su trenza hasta el suelo para subir.
Así, cuando la malévola hechicera se fue, hizo lo mismo y trepó hasta la torre, con lo que Rapunzel se llevó una gran sorpresa.
Al principio se asustó mucho, pues estaba acostumbrada solo a la presencia de la bruja, que en definitiva la había criado desde bebé, pero a medida que pasaron los minutos e interactuaba con el joven apuesto, se sintió bien y descubrió que compartir con él le resultaba más atractivo que estar recluida en la torre, cantar y recibir la visita de la hechicera.
Sin embargo, la felicidad de los bellos jóvenes no duró mucho.
La bruja había olvidado su sombrero en la torre y regresó antes de lo previsto. Se percató que Rapunzel no estaba sola y espero a que el joven descendiese de la torre para atraparlo y dejarlo ciego con un hechizo.
Luego subió y cortó la trenza de Rapunzel, a la que desterró a una cabaña en un apartado del bosque que no frecuentaba nunca ninguna persona.
Cegado, el joven estuvo condenado a vagar por el bosque, impedido de encontrar el camino a su casa y mucho menos de volver a contemplar la belleza de Rapunzel.
Tras muchos meses de andares torpes y a ciegas, escuchó a lo lejos una bella voz que le resultó familiar. Siguió su rastro y a medida que se acercaba descubrió que esa voz era la de su bella Rapunzel.
Cuando lo vio, la muchacha fue corriendo a su encuentro y lo abrazó con gran ternura. Creyó que había ido a rescatarla de aquel infierno, pero al ver que el joven estaba ciego por un maleficio de la hechicera rompió en llanto.
Tanto lloró, que inevitablemente algunas de sus lágrimas llegaron a los ojos del muchacho, devolviéndole la visión.
Esto hizo muy feliz a la pareja que sin dudarlo se fue para siempre de aquel sitio, al pueblo del que provenía el joven, que en definitiva era un príncipe muy querido.
Rapunzel y su príncipe se casaron y reinaron juntos, llevando felicidad a toda la comarca y a los muchos hijos que tuvieron.
El lobo y los 7 cabritos
Había una vez una cabra que tenía siete cabritillos. Mamá cabra cuidaba mucho a sus hijos, y los protegía de cualquier peligro. Por eso, cada vez que salía de casa para ir a buscar comida, repetía a los cabritillos:
–¡Nunca abráis la puerta a nadie cuando no estoy! El lobo es muy astuto y tratará de engañaros para que le abráis la puerta. Prestad atención: si golpean a la puerta y escucháis una voz ronca, será él. También debéis mirar por debajo de la puerta: si veis unas patas oscuras, es el lobo, ¡tened mucho cuidado!
Una mañana, mamá cabra debía ir hasta el pueblo a buscar comida. Antes de salir, repitió a sus cabritos las mismas recomendaciones de siempre:
–Mucho cuidado hijitos míos, ¡el lobo está siempre al acecho!
-Si mami,¡no te preocupes! Ve tranquila –respondieron en coro los cabritillos.
Pero mamá cabra tenía razón… ¡el lobo estaba escondido muy cerca esperando que ella saliera! Apenas la vio alejarse, fue a llamar a la puerta de la casa de los cabritos.
–¿Quién es? -preguntaron los cabritillos
-Soy vuestra madre, abrid la puerta hijos míos- mintió el lobo.
Pero los pequeños recordaron las palabras de su madre, y no se fiaron.
– ¡Tú no eres nuestra madre! Mamá tiene la voz suave y tú la tienes muy ronca– dijeron los cabritos sin abrir la puerta.
El lobo se marchó muy enfadado, pero enseguida se le ocurrió un plan. Robó una docena de huevos de un gallinero y se los comió todos, para aclarar y suavizar la voz. Entonces volvió a la casa de los siete cabritillos y golpeó de nuevo a la puerta.
–¿Quién es? -preguntaron los cabritillos
-Soy yo, vuestra madre- dijo el lobo, tratando de imitar la voz suave de mamá cabra.
Los cabritos dudaron, la voz era suave como la de su madre, pero no estaban seguros del todo. Así que se inclinaron para espiar por debajo de la puerta, y vieron que las patas que se asomaban eran oscuras… ¡era de nuevo el lobo!
– ¡Tú no eres nuestra madre! Mamá tiene las patas blancas– dijeron los cabritos sin abrir la puerta.
El lobo volvió a marcharse de muy malhumor: ¿Cómo era posible que esos cabritillos fueran tan listos?
Pero el malvado no estaba dispuesto a renunciar a su comida, así que ideó un nuevo plan. Fue hasta el molino y metió sus patas dentro de la harina. ¡Ahora se veían muy blancas!
Volvió sobre sus pasos y llamó otra vez a la puerta.
–¿Quién es? -preguntaron los cabritillos
-Soy yo, vuestra madre- dijo el lobo
–Enséñanos la pata para que podamos verla- pidieron los cabritos.
Al ver que las patas eran blancas como la nieve, los siete cabritillos creyeron que esta vez de verdad era su madre quien llamaba a la puerta, y abrieron. Pero en un instante el lobo se abalanzó sobre ellos intentando comérselos. Los pobres cabritos corrían por toda la casa intentando escapar. Algunos se escondieron debajo de las camas, otro en el horno, otro en el baño, otro en el armario, y el más pequeño, dentro de la caja del reloj. Pero el lobo los fue encontrando uno a uno, y comiéndoselos de un solo bocado. Solo le faltó uno, el pequeñín, al que no pudo encontrar.
Tan harto estaba de comer, que se tumbó debajo de un árbol a dormir la siesta.
A los pocos minutos, mamá cabra regresó a casa y se desesperó al encontrar toda la casa revuelta y ni rastro de sus hijitos. Entonces el pequeño escuchó a su madre y comenzó a llamar desde la caja del reloj. Mamá cabra lo sacó de allí, y el cabrito le contó lo ocurrido.
Mamá cabra no iba a permitir que le pasara nada malo a sus cabritos. Cogió unas grandes tijeras, hilo y aguja y salió con el cabrito a buscar al lobo.
Cuando lo encontraron durmiendo, mamá cabra cogió las tijeras y le abrió la panza al lobo. Los seis cabritillos salieron asustados, pero sanos y salvos. Para darle su merecido al lobo, la mamá le pidió a los cabritos que fueran a recoger piedras pesadas y se las trajeran. Con estas piedras llenó la panza del lobo, que seguía durmiendo profundamente. Luego cogió aguja e hilo, y volvió a cerrarle la panza. Terminada la tarea, la cabra y sus siete cabritillos se alejaron camino a casa.
Cuando el lobo se despertó, sintió mucha sed. Así que se acercó hasta un estanque para beber, y al inclinarse al agua, el peso de las piedras hizo que se cayera dentro y se ahogara.
Ese día mamá cabra preparó un pastel para festejar que estaban todos juntos, sanos y salvos. Los cabritillos festejaron cantando y bailando, abrazándose felices de que aquella peligrosa aventura hubiera terminado para siempre.